3 de mayo de 2021, en una reunión preparatoria con vista a la cumbre del G7, el ministro de Exteriores británico, Dominic Raab (en primer plano), y el secretario de Estado, Antony Blinken (al fondo), daban a entender que Occidente combatiría simultáneamente a Rusia y a China. Pero lo que se vio en el G7 fue muy diferente. No es posible vivir en sociedad sin reglas. Si esas reglas son injustas, nos levantamos contra ellas y las cambiamos. Es algo inevitable porque aquello que en algún momento pudo parecer justo puede dejar de serlo al cabo de cierto tiempo. En todo caso, se necesita un orden y sin orden todos acaban siendo enemigos de todos. Así sucede entre las personas y lo mismo pasa entre los pueblos. En 1945, la conferencia de Yalta sentó las bases de una división del mundo en zonas de influencia entre los tres grandes vencedores de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos, Reino Unido y, sobre todo, la Unión Soviética. Después, a lo largo de la guerra fría, cada bando insultó públicamente al otro, aunque siempre acabaron entendiéndose por debajo de la mesa. La investigación histórica ha demostrado que, aunque en diferentes momentos lo acordado en Yalta pudo haber volado en pedazos y dar paso al enfrentamiento, los insultos estaban destinados más bien a consolidar la unidad dentro de cada bando. Ese modus vivendi se mantuvo hasta la desaparición de la URSS, en 1991. Desde entonces, Estados Unidos ha pretendido ser la única hiperpotencia capaz de organizar el mundo, lo cual no ha logrado. En numerosas ocasiones, China y Rusia –esta última heredera de la URSS– han tratado de redistribuir las cartas. Tampoco lo han logrado, pero han avanzado en ese sentido. Reino Unido, que se había incorporado a la Unión Europea durante la guerra fría, acaba de abandonarla para volver a competir en el escenario internacional –según la doctrina denominada «Global Britain». Por consiguiente, ya no son tres sino cuatro las potencias que aspiran a repartirse el mundo. Como resultado del periodo de confusión 1991-2021 –desde la Operación Tormenta del Desierto hasta el «rediseño del Medio Oriente ampliado»–, la ambición de Estados Unidos acabó naufragando en Siria. Estados Unidos ha demorado años en admitir su derrota. Las fuerzas armadas de la Federación Rusa disponen actualmente de armas mucho más avanzadas y las de la República Popular China cuentan con personal mucho más calificado. Es urgente para Washington tomar en cuenta la realidad y aceptar un acuerdo, sin lo cual acabará perdiéndolo todo. Ya no se trata de escoger lo que pueda resultarle más ventajoso sino de hacer lo necesario con tal de sobrevivir. Los aliados de Estados Unidos no han entendido la importancia de la catástrofe militar que sufrieron en Siria. Siguen engañándose a sí mismos y persisten en presentar ese importante conflicto –en el cual participaron más países que en la Segunda Guerra Mundial– como una «guerra civil» que estalló en un pequeño y lejano país. Así que será particularmente difícil para ellos plegarse a los constantes retrocesos de Washington. Un Yalta II es la última oportunidad para el Reino Unido. Lo que fue «el imperio donde el sol nunca se oculta» ya no cuenta con los medios militares necesarios para concretar sus ambiciones. Pero conserva una habilidad de maniobra excepcional y el enorme cinismo que le valió ser llamado «la pérfida Albión», así que participará en cualquier arreglo que le garantice algún tipo de ganancia. Poniendo en juego los rasgos culturales que tiene en común con Estados Unidos, así como sólidas redes de influencia, Reino Unido se desliza en los pasos de la administración estadounidense. La Pilgrim’s Society (Asociación de los Padres Peregrinos), muy presente en el seno de la administración Obama, está ahora de regreso en la Casa Blanca. Rusia no es la URSS –la mayoría de los dirigentes soviéticos no eran rusos. El objetivo de Rusia no es lograr el triunfo de una ideología. La política exterior rusa no se basa en una nebulosa teoría “geopolítica” sino en la proyección de su fuerte personalidad como país. Rusia está más dispuesta a pasar por alto sus intereses que a renegar de sí misma. China ha superado enormes problemas sin ayuda de nadie. Así que no está en deuda con nadie, sobre todo tratándose de quienes trataron de acabar con ella a principios del siglo XX. El objetivo de China es, ante todo, recuperar su zona de influencia regional y comerciar con el resto del mundo. China sabe esperar pero no está dispuesta a hacer concesiones. Hoy es aliada de Rusia, pero recuerda el papel que el imperio ruso desempeñó en su colonización y no ha abandonado sus reclamos territoriales sobre la Siberia oriental. En pocas palabras, cada una de estas cuatro potencias actúa según su propia lógica y todas persiguen objetivos diferentes. Eso hace más fácil llegar a un acuerdo, pero dificulta que lo respeten. En Washington, el Pentágono creó un grupo de trabajo encargado de reflexionar sobre las opciones posibles ante China, adversario al que Estados Unidos teme más que a Rusia ya que todo lo que Pekín logre recuperar en su zona regional de influencia será en detrimento de las posiciones de Washington en Asia. Por su parte, la Casa Blanca formó un grupo de trabajo ultrasecreto que debe plantear las nuevas órdenes posibles. El grupo de trabajo del Pentágono, llamado DoD China Task Force, ya entregó su informe, cuyo contenido es secreto. En cuanto al de la Casa Blanca, nadie sabe si ha terminado o no sus trabajos. Este último grupo es el que tiene en sus manos el destino de Estados Unidos y hasta la identidad de sus miembros se mantiene en secreto. Es evidente que son más poderosos que un presidente senil. Este grupo goza de un poder de decisión comparable al del Grupo de Desarrollo de la Política Energética Nacional (National Energy Policy Development Group), creado y dirigido por Dick Cheney bajo la administración de George Bush hijo. Nada permite saber, por ahora, si el grupo de trabajo creado en la Casa Blanca representa objetivos políticos o intereses financieros. Lo que sí está claro que el mundo internacional de la finanza está influyendo tanto en la OTAN como en la Casa Blanca. Su objetivo no es modificar las alianzas sino más bien disponer de la información necesaria para poder adaptarse discretamente a los cambios y conservar su posición predominante. Los desplazamientos de los diferentes enviados especiales de Washington hacen pensar que la administración Biden ya optó por reinstaurar el duopolio que caracterizó los tiempos de la guerra fría. Para Washington, esa es la única posibilidad de evitar una guerra contra una alianza ruso-china, conflicto en el que Estados Unidos tendría muy pocas posibilidades de sobrevivir. Pero esa opción implica que Washington tendría que comprometerse a defender la integridad de la Siberia rusa ante los reclamos de China y que Moscú decida reciprocar esa actitud defendiendo las bases y posesiones de Estados Unidos en la zona de influencia de China. Esa opción supone también que Washington reconozca la preeminencia económica de China a nivel mundial, pero también permitiría a Washington contener políticamente a China para que nunca logre convertirse en una potencia mundial en todo el sentido de ese término. China sería entonces el único verdadero perdedor ya que seguiría viéndose privada de su zona de influencia y quedaría “arrinconada” en el plano político. Sin embargo, sería posible apaciguarla –por ahora– permitiéndole recuperar Taiwán, territorio que el grupo de trabajo del Pentágono cataloga ahora –desde hace una semana– como «no esencial» para Estados Unidos [1]. Hay que entender que el principal obstáculo que enfrenta Estados Unidos es de orden mental. Desde 2001, Washington está convencido de que la inestabilidad le favorece. Por eso alimenta y utiliza a los yihadistas en todas partes del mundo, en aplicación de la doctrina Rumsfeld-Cebrowski [2]. Pero la idea de un acuerdo como el de Yalta es, por el contrario, una apuesta de las partes por la estabilidad… precisamente lo que Moscú predica sin descanso desde hace más de dos décadas. El presidente Biden planeó reunirse con sus socios británicos para fortalecer su alianza según el modelo de la Carta Atlántica, reunir después a sus principales aliados en el marco del G7 y finalmente reunirse también sus aliados militares y civiles de la OTAN y la Unión Europea. Y sólo después de haber garantizado que todos se mantienen fieles a Washington, Biden sostendrá el encuentro pactado con el presidente ruso, Vladimir Putin, en Ginebra, el 16 de junio. Pero todo eso es tremendamente paradójico ya que de hecho se trata de que la administración Biden haga exactamente lo mismo que le impidieron hacer a la administración Trump. Se han desperdiciado 4 años. (Continuará)
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