Como Léon Bloy, pensamos que el antisemitismo es «el bofetón más horrible que Nuestro Señor haya recibido jamás en su Pasión que dura siempre, el más sangriento y más imperdonable, pues lo recibe sobre el rostro de su Madre». Pero el repudio del antisemitismo no puede empujarnos a abrazar el mesianismo político sionista, que está empujándonos al barranco.
«¡Ah, Jerusalén, si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos», exclama Jesús, unos pocos días antes de sufrir su Pasión, mientras derrama su llanto sobre la ciudad amada, vaticinando una inminente catástrofe (la destrucción del templo en tiempos del emperador Tito), que puede considerarse también anticipo de una serie de catástrofes futuras que condenarían a los judíos a la diáspora y a persecuciones tan sobrecogedoras como la padecida durante la Segunda Guerra Mundial. Para expiar sus pecados y ‘externalizar’ su culpa, la comunidad internacional resolvió en 1948 ‘crear’ el estado de Israel, atendiendo las reclamaciones sionistas, de las que abominaban tantos judíos que deseaban ser europeos. En realidad, el sionismo es el fruto venenoso del antisemitismo europeo, que anhelaba expulsar a los judíos a los arrabales del atlas.
En 2008, el historiador israelí Shlomo Sand publicaba un libro muy incisivo y polémico, ‘La invención del pueblo judío’, que es una refutación de los fundamentos históricos e ideológicos del sionismo. A juicio de Sand, no existe ninguna continuidad histórica, y mucho menos biológica, entre los judíos que vivían en Palestina cuando Tito arrasó el templo de Jerusalén y los que fueron llegando a la región a finales del siglo XIX; por el contrario, para Sand los actuales palestinos de Gaza y Cisjordania son los auténticos descendientes de aquellos judíos neotestamentarios, que habrían sido primero cristianizados (todavía hoy muchos palestinos siguen siendo cristianos, sobre todo en Cisjordania) y posteriormente islamizados en la expansión islámica de los siglos VII y VIII. Naturalmente, Sand no niega la existencia de Israel, ni postula su eliminación por la fuerza (más allá de que su creación se le antoje un residuo de colonialismo occidental), sino que denuncia el mito sionista de la raza-nación judía, que juzga un amasijo de ideas procedentes del nacionalismo alemán decimonónico. Sand considera que Israel tiene que estar poblado por israelíes (y por lo tanto también por palestinos), no por judíos con certificado de sangre; para lo cual es necesario que reniegue de los mitos esencialistas del sionismo y acate el Derecho Internacional.
Pero Israel jamás ha renegado de los mitos ni acatado el Derecho. A cada amenaza, ha respondido anexionándose territorios que no le habían sido adjudicados en la discutible (por antisemita) partición de Palestina perpetrada por la comunidad internacional. Así, la región se ha convertido en un sangriento avispero cuya principal víctima son los palestinos descendientes de los judíos neotestamentarios. En la guerra de 1948 Israel arrebató una cuarta parte del territorio que el plan de partición de Naciones Unidas concedía a los palestinos. En la guerra de 1967, Israel ocupó ilegalmente el 22 por ciento de la para entonces ya muy mermada Palestina, además del Sinaí egipcio y los Altos del Golán sirios. Luego, ha utilizado a los ‘colonos’ para sucesivas usurpaciones. Y, en la actualidad, está empleando el ataque criminal perpetrado hace un año por Hamás para invadir la franja de Gaza (después de masacrar y expulsar a su población) y para anexionarse más tierras de Cisjordania. Todo ello incurriendo en la más flagrante ilegalidad, sin más argumento que un mesianismo racial, religioso y nacional que supuestamente legitima a Israel para aplastar a cualquiera que ponga en peligro (siquiera teóricamente) su existencia.
Como el Derecho no puede amparar estos atropellos, los mandatarios israelíes han resuelto instalarse en un estado constante de escalada bélica, en una aplicación desquiciada de lo que Naomi Klein llamó la «doctrina del ‘shock’», que consiste en aprovechar los momentos trágicos o catastróficos (como sin duda lo fue el ataque criminal de Hamás) para imponer mediante la política de hechos consumados sus pretensiones supremacistas. En este sentido debemos enjuiciar también su desquiciada respuesta a Hizbolá mediante bombardeos indiscriminados en el Líbano que han ocasionado la muerte de muchos cientos de personas inocentes; o las aberrantes explosiones de miles de buscas y ‘walkie-talkies’, que han causado muertes y mutilaciones entre población civil. Acciones todas execrables que aplican sin ambages la emética ‘Doctrina Dahiya’, consistente en atacar de forma masiva y desproporcionada zonas urbanas e infraestructuras civiles para causar un gran daño.
Hay dos rasgos constitutivos del sionismo que merecen ser resaltados, para entender su entraña purulenta: por un lado, el ya aludido mesianismo racial, religioso o nacional que autoriza cualquier medida execrable (supuestamente, los padecimientos sufridos por los judíos en el pasado permiten a Israel tomarse la justicia por su mano); por otro, considerar que los pueblos que no aceptan este supremacismo son intolerables estorbos que merecen ser masacrados, sin distinción entre civiles y militares, entre hombres y mujeres, entre niños y adultos, porque todos son por igual enemigos ‘metafísicos’ que pueden ser borrados de la faz del orbe mediante los métodos más salvajes e indiscriminados. No en vano el sionismo, como nos señala Shlomo Sand, es una adaptación de ideas procedentes del nacionalismo alemán.
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